martes, 5 de junio de 2012

Méxicos, nunca México



El estado necesita del cadáver 
del indio para alimentar el mito 
de la unidad nacional.
                               Bartra                                                                               
           
            En el presente ensayo se hará un recuento de las dificultades que trae consigo la implementación de un Proyecto nacional de no-discriminación con base en las reflexiones que se elaboran en: La raza cósmica de José Vasconcelos (1925); México profundo de Guillermo Bonfil Batalla (1987); Forjando patria de Manuel Gamio (1916). Dichas obras nos ilustran sobre la configuración del proyecto nacional que se gestó después de la revolución mexicana y que estuvo dirigido al mestizaje/difuminamiento  de la población indígena mexicana, proyecto que aún tiene eco en la Constitución del pueblo mexicano.


            Al revisar distintos Cuadernos de la Igualdad que ha publicado el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED) fue que  supimos cuál era la finalidad de dicho organismo, a la vez que sus estrategias de intervención. A partir de dichas lecturas y de la reflexión que éstas suscitaron, decidimos elaborar el presente ensayo sobre las dificultades que, percibimos, puede tener una cruzada nacional de no- discriminación. Lo anterior cobra sentido en tanto que México se ha consolidado con un proyecto nacional que se justificaba desde la homogenización de su población, en otras palabras, en borrar las especificidades de las comunidades ajenas a la cultura de raíces europeas/coloniales.

            A lo largo de México profundo, Bonfil nos expone la urgencia de conjugar, de una manera justa, las tres civilizaciones que habitan México: la indígena o mesoamericana, la afromestiza y la occidentalizada (que surge en la colonia). Bonfil comienza por describir la cultura dominante –occidentalizada- como una excluyente en tanto que no permite una verdadera coexistencia a las poblaciones con culturas y cosmovisiones diferentes. Esto se puede constatar debido a que, a lo largo de los últimos siglos, hemos visto (México ha visto) cómo el gobierno –de cultura dominante– ha tratado de estudiar y acoplar a los indígenas y a los descendientes afromestizos, representantes del pasado negado, a nuestra gran maquinaria capitalista que pone por encima del ecosistema y las comunidades a  la ganancia. El progreso por encima. Ni siquiera uno de los grandes indigenistas que ha habido en México pudo permanecer al margen de este pensamiento: “hurgando en las características étnico-sociales del indio se encuentran importantísimos factores que podrían coadyuvar a su decisiva y trascendental regeneración” (2006:21), la idea del indio como ser incompleto o en decadencia es central dentro del discurso indigenista del que se nutre del proyecto nacional, ya sea en el sentido de atesorarlo o en el sentido de integrarlo a la nación. El indio no aparece como sujeto de acción desde estas posturas, siempre es el “otro”-occidentalizado el que debe velar por los intereses del indio-sin-voz.

            Uno de los grandes problemas para poder pensar en la posibilidad de una coexistencia entre las culturas en cuestión, es que el gobierno no es consciente de un elemento fundamental, a saber,  que los indígenas de nuestro país mantienen una cultura con raíces mesoamericanas, y su cosmovisión lo denota. En este sentido, cualquier proyecto que intente llevarse a cabo en territorios que ellos habitan debe de estar articulado con las normativas fijadas por su visión del mundo. Aunque dichas determinaciones estén legisladas, en realidad no se aplican, pues muchas de las iniciativas que se imponen a nivel nacional no presentan ningún tipo de consenso con las culturas de las cuales tenemos llenos los museos. Ejemplo claro de lo anterior, es el Artículo 2° inciso B, apartado “IX. Consultar a los pueblos indígenas en la elaboración del Plan Nacional de Desarrollo y de los estatales y municipales, y, en su caso, incorporar las recomendaciones y propuestas que realicen.” El hecho de que la cuestión esté legislada, no implica que su implementación se haya objetivado, pues hay una lista de proyectos que han fracaso en su tentativa de “incluir” al indio en el proyecto nacional.

            Las cosas no han cambiado mucho desde la época de la revolución. Nos apropiamos de un pasado magnifico y rendimos pleitesía a los muertos que lo forjaron, pero a sus verdaderos herederos intentamos exterminarlos a como dé lugar, pues “afean las calles” o “desperdician” áreas explotables (por empresas transnacionales).

            Las maneras en las que el gobierno ha intentado desposeerlos son de lo más imaginativas, tal es el caso de las campañas de “alfabetización” castellana, las cuales tienen por objetivo desplazar, no sólo a las lenguas maternas, sino también un conglomerado de conocimientos y prácticas que se ven desarticulados con la intromisión del sistema educativo nacional, el cual pretende “educarlos”. El proceso educativo que va de la cultura occidental a las mesoamericanas, es un proceso cuyo contenido aparece fuera de contexto, esto es, al margen –y en oposición- de dichas culturas. Esta condición pone en tela de juicio la verdadera utilidad de la enseñanza en este sentido unilateral.
            Desde estas pequeñas prácticas se trata de imponer la cultura dominante en un proceso de aculturación; ésa siempre ha sido su finalidad: tratar de borrarlos cultural y fenotípicamente:

Para conseguir la transformación de los indios lo lograremos con la inmigración europea, cosa también que tiene dificultades que vencer; pero definitivamente menores que la civilización de la raza indígena. (...) la raza mixta sería una raza de transición; después de poco tiempo todos llegarían a ser blancos. (...) por otra parte no es cierto que los mestizos hereden los vicios de las dos razas, si no es cuando son mal educados; pero cuando tienen buena educación sucede lo contrario, es decir, heredan las virtudes de las dos razas. (Pimentel, 1864: 234).

Hasta 1940 la solución al “problema indio” seguía siendo el mestizaje, pues con ello sería posible desaparecer los rasgos característicos: blanquear al país, como si de esa manera borraran su pasado. Así, “la presencia rotunda e inevitable de nuestra ascendencia india es un espejo en el que no queremos mirarnos.” (Bonfil, 1987: 43). Pero los pueblos con culturas no-occidentales se resisten, saben lo que está de por medio, y por eso abandonan los sitios en los que sus ancestros habitaron durante tanto tiempo al margen de los maltratos coloniales y se desplazaron a lugares más remotos, e incluso, más estériles (en “regiones de refugio”[1]), donde el ecosistema sólo les da lo mínimo para subsistir.

      El contacto impuso una coyuntura colonial sobre los pueblos indios. Los recolectores y agrícolas de cultura simple perecieron, por regla general, al quedar sometidos a dominio; en el caso de los recolectores, ni siquiera fueron buenos para esclavos; en el de los agricultores tropicales, tampoco pudieron resistir el trabajo servil de las plantaciones. La tecnología simple de que ambos disponían, tan especializada en su adaptación a un determinado hábitat, les impidió acomodarse, en situaciones de subordinación, a una cultura distinta que los consideraba como recursos humanos explotables. (…) El imperialismo nativo, si lo hubo, fundado en el tributo de bienes y personas, que respetaban las técnicas productivas de los pueblos sometidos y se satisfacía con el usufructo de excedentes muy limitados, difería diametralmente del imperialismo colonial que irrumpía agresivamente en las culturas de los pueblos dominados y trastornaba, aun sin proponérselo deliberadamente, el precario ajuste al medio hostil conseguido al través de pruebas y ensayos realizados durante milenios. (Aguirre, 1991:137)

            El choque de culturas con cosmovisiones tan diferentes exige un reacomodo de la identidad, pues por medio del “otro” elaboramos el “yo” y nos identificamos (en un “nosotros”). En los períodos de la conquista y la colonia,  por medio del “otro”, los colonizadores intentaron ratificar su dominio, su verdad, sus modelos estructurales, sin tomar nunca en cuenta la estructura social de los habitantes del territorio al que estaban arribando. Esto trajo consigo un grave problema para los nativos del lugar, pues tenían una forma propia de concebir el mundo, y los españoles vinieron e impusieron su visión, sus leyes. Este tipo de procesos no sólo se observó en México, sino en casi todas las colonias, pues las cultura dominante (a la que pertenecemos en la actualidad), intenta exterminar lo diferente. Podemos rastrear este tipo de discurso en el gran ideólogo del proyecto nacional mexicano, a saber, José Vasconcelos: “Una religión como la cristiana hizo avanzar a los indios americanos, en pocas centurias, desde el canibalismo hasta la relativa civilización” (2007:XVII). Los indios americanos y los pueblos de África han sido siempre comparados con los occidentalizados desde los parámetros de la “carencia”, siempre desde el menosprecio por lo que es diferente, siempre con el lema de la “unificación”, una unificación bajo la ley y poderío (occidental): borrar la multiplicidad:

A mediados del siglo XIX los conceptos de nacionalismo e indigenismo se separan claramente. El nacionalismo adoptó una plataforma liberal emanada del industrialismo del individualismo y de una visión elitista de la sociedad, lo cual, poco a poco, fue llevando a un pronunciamiento abierto en contra del indio vivo por considerarlo un peligro para la armonía nacional; la diferencia aparece como algo amenazante. El destino manifiesto era la extinción del indio en aras de una homogenización necesaria para construir una nacionalidad fuerte y consolidada. (Portal, 1995: 51-52).

Esto es, el indio como el chivo expiatorio en la consolidación del Estado mexicano. Por eso, hoy no se puede hablar de integración a sabiendas de eso que la cultura dominante trata de hacer, pues sería condenar a los no-occidentalizados a la desaparición: “el indio no tiene otra puerta hacia el porvenir que la puerta de la cultura moderna, ni otro camino que el camino ya desbrozado de la civilización latina” (Vasconcelos, 2007:13). Estas fueron las ideas que nutrieron al proyecto nacional mexicano; sobre la base del “progreso” a toda costa, del avance, se podía sacrificar el pasado y, por ende, a las personas que representaban ese pasado, ese “primitivismo” del que México había salido al tener contacto con los españoles.
             Así, en la actualidad es evidente la imposibilidad de conjugar la multiplicidad de culturas que se desarrollan sobre el territorio que denominamos “México” y, a la vez, intentar mantener lo que son, puesto que casi todas las maneras de vivenciar estas culturas se enraízan en lógicas y razonamientos diferentes. Las formas de interactuar más elementales se asientan en distintos ejes, aquí un ejemplo:

La orientación de la producción hacia la autosuficiencia es congruente con la economía de prestigio: ambas tienden a igualar los niveles materiales de vida y obstaculizan la gestación de diferencias de riqueza. Los lazos de solidaridad familiar y vecinal, basados en la reciprocidad, actúan en un mismo sentido; igual sucede con los mecanismos para adquirir autoridad. La propiedad comunal y las limitaciones que se imponen a la propiedad privada de la tierra, son coherentes con todo lo anterior. La imagen que se perfila es la de una sociedad que procura bastarse a sí misma a partir del aprovechamiento diversificado de todos los recursos que están a su alcance y bajo su control. (...) una sociedad en la que la plena realización individual se alcanza mediante el servicio a la comunidad, que se recompensa con prestigio y autoridad. (Bonfil, 1987: 69).

En contraste con  la sociedad dominante -la cual es neoliberal y se interesa por el comercio externo, la acumulación de riqueza, la propiedad privada y ante todo la ganancia-, donde la idea de comunidad no tiene cabida, por ser contraria al individualismo imperante en nuestras sociedades “modernas”.

Y las diferencias se extienden al aspecto más representativo de un grupo humano: su unidad doméstica, en la que podemos observar la configuración de la comunidad desde la práctica cotidiana, desde el seno de su reproducción, las instituciones sociales, los sistemas simbólicos, la articulación de la memoria colectiva:  

El núcleo familiar, ocupante del espacio doméstico, es el ámbito más sólido para reproducir la cultura propia de los pueblos indios. La mujer desempeña en ello un papel fundamental: a ella corresponde la crianza de los niños y la transmisión a las hijas de todos los elementos culturales que les permitirán su desempeño adecuado dentro del grupo; ella es, en gran medida, el eslabón principal para la continuidad del idioma propio, y la depositaria de normas y valores que son sustanciales en términos de la matriz cultural mesoamericana. Su papel es reconocido social y familiarmente: en las comunidades que conservan un ámbito mayor de cultura propia, la mujer participa más activamente y en pie de igualdad con el hombre, no sólo en los asuntos domésticos sino también en las decisiones que afectan a la comunidad. (Bonfil, 1987: 59)

La comunidad como la entidad a reproducirse, a perdurarse, no los individuos en su especificidad. La cultura se asimila desde el seno materno, sin la intervención de instituciones como “la escuela”, mientras que en la sociedad occidental el seno familiar se complementa con la institución escolar en el proceso de asimilación cultural. Cabe señalar que, aunque la cita habla de una supuesta igualdad entre hombres y mujeres en las comunidades indígenas, esto puede ser muy cuestionado. Bonfil habla desde una idealización de las culturas con raíces mesoamericanas, una proyección del “qué debería ser”. Como ejemplo de ello podemos traer a colación las dificultades que algunas mujeres tienen para acceder a servicio médicos sin el consentimiento de sus familiares masculinos. Tal vez sea más acertado decir que a las mujeres se les considera, al igual que a los hombres, fundamentales para la conservación de su cultura. Con ello, las relaciones familiares son diferentes así como sus valoraciones. En este sentido,  integrar los dos sistemas de asimilación cultural implicaría la desarticulación de las comunidades étnicas, pues su cosmovisión se reproduce y se resignifica desde la unidad doméstica, desde la práctica cotidiana que le permite circular en la red de significados sociales.

Aunque podemos notar en algunas comunidades, a lo largo y ancho del país, la manera en que se conjugó la cultura mesoamericana con algunas deidades del catolicismo para poder sobrevivir a la colonización (sincretismo), estas comunidades fueron absorbidas por la estructura social dominante y son las que se adaptan a todos los requisitos legislados por la Constitución del pueblo mexicano. Es por ello que tienen: presidentes municipales, oficinas administrativas, escuelas primarias, iglesias, funcionarios, pues esta estructura está estipulada en el Artículo 2° inciso A, apartado “VII. Elegir, en los municipios con población indígena, representantes ante los ayuntamientos. Las constituciones y leyes de las entidades federativas reconocerán y regularán estos derechos en los municipios, con el propósito de fortalecer la participación y representación política de conformidad con sus tradiciones y normas internas”. El Estado reconoce autonomía a las comunidades étnicas pero, a la vez, les exige que se adapten a los reglamentos y a los estatutos de los municipios en los que se albergan. Se cree que los grupos étnicos están en territorio nacional y no que México se ha instalado sobre el territorio de distintos grupos étnicos que colindan: Artículo 2° inciso A

 Esta Constitución reconoce y garantiza el derecho de los pueblos y las comunidades indígenas a la libre determinación y, en consecuencia, a la autonomía para:
I.              Decidir sus formas internas de convivencia y organización social, económica, política y cultural.
II.             Aplicar sus propios sistemas normativos en la regulación y solución de sus conflictos internos, sujetándose a los principios generales de esta Constitución, respetando las garantías individuales, los derechos humanos y, de manera relevante, la dignidad e integridad de las mujeres. La ley establecerá los casos y procedimientos de validación por jueces o tribunales correspondientes.

Según estos apartados, a los pueblos indígenas se les reconoce autonomía, pero a la vez este reconocimiento de autonomía debe ir ligado a una serie de estatutos que deben cumplir, es decir, una creación de puentes entre la comunidad y las autoridades municipales. Esta autonomía es un mito, pues ésta siempre va a estar referenciada y avalada por el gobierno. La tenencia de la tierra, así como lo que se denomina “usos y costumbres” no pueden contradecir los estipulado por la Constitución, entonces, ¿dónde está la autonomía?
 
Tal vez la autonomía se atesore en las prácticas cotidianas, tal vez no. Las culturas indígenas siguen guiándose por percepciones, mayormente, mesoamericanas, ellos son portadores de conocimientos milenarios, pero han sufrido cambios; tuvieron que adaptarse para seguir existiendo, y ¿qué pasa con los que se han resistido durante más de 500 años? Tenemos casos  ejemplares de comunidades que prefirieron internarse en territorios hostiles con tal de no sacrificar su cosmovisión, con tal de no someterse ante extraños que exigían pleitesía por existir y dejarlos existir, esos, los que no han desistido son a los que en la actualidad quieren incorporar  al entretejido social dominante, ya sea como mera atracción turística o como explotadores de algún recurso que tengan cerca.

            Hoy debemos tomar nuevas medidas: el punto sin retorno. El proyecto civilizatorio que se ha llevado a cabo durante varios siglos –aun el que propone Bonfil Batalla–  es hipócrita. ¿Por qué un proyecto civilizatorio si son civilizaciones ya formadas?, diferentes, pero formadas. Además, un proyecto sería para tratar de conjugarlas lo cual es, como  sabemos (a diferencia de los que se creía anteriormente), ilusorio. Por otro lado, la cultura dominante (por algo es dominante) es violenta, arrasa y extermina todo a su paso; por ello, ¿cómo conjugar las cosmovisiones de todos los que habitan en estas culturas, sobre todo si son cosmovisiones prácticamente excluyentes?, sin embargo ese era el debate que proponía Bonfil Batalla en México profundo; un proyecto civilizatorio que ponderara la coexistencia armoniosamente de los tres troncos culturales que conformaban a México, con la antropología indigenista como brújula de este nuevo proyecto. Fortalecer a México desde su multiculturalismo.
             
            En la actualidad es ilógico defender un proyecto de esta magnitud, tal vez porque no tenemos razones para creer que algo así es posible, mucho menos en tiempos de Globalización, donde la idea de un proyecto civilizador ya no tiene razón de ser. Las políticas internacionales, con las cuales se calibra el desarrollo de las naciones, se han colocado como eje en las dinámicas de las comunidades no-occidentalizadas y el gobierno. La opción de rehusarse a la dinámica del mercado global no está sobre la mesa. El progreso no se cuestiona, pero debería hacerse.

Hoy la antropología debe tener una connotación de implicación, debe jugar un papel activo en la toma de decisiones, debe velar por el bienestar de los pueblos que han sido golpeados a lo largo de los siglos por proyectos de nación mercantilistas, y no contribuir con el exterminio de nuestro pasado. La antropología surgió como una herramienta del poder, se valió de ella para llevar a cabo el desarrollo de estrategias colonialistas[2]. Es preciso, pues, que la antropología rompa con esa relación, debe dejar de trabajar en pro de proyectos  unificadores- exterminadores. Debe haber un compromiso, un dialogo no con el gobierno y con el mercantilismo, sino con los sujetos involucrados, esto es, construir una antropología dialógica; un proyecto en pro de los intereses de los sujetos y de las comunidades afectadas.

Las cosmovisiones con las que viven los pueblos indígenas hacen ilógica la cultura occidentalizada, y de igual manera, la cultura indígena es ilógica ante los occidentalizados; y debemos aceptar esto. Por tanto, ser indigenista hoy en día debe ir más allá del simple hecho de querer estudiarlos y “comprenderlos”. Antes se trataba de acoplarlos a la vida nacional de una manera activa (cosa tan poco factible como válida), en cambio, hoy en día, ser indigenista debe tener como base el respeto por el otro, verlo como igual; y de la misma manera aceptar el hecho de que nuestra forma de vivir no es la única, debemos ser conscientes que en ocasiones, alejarse es la mayor ayuda.
Finalmente, ¿en qué podría aportar esta “forma” de hacer antropología a un proyecto nacional de no-discriminación? Consideramos que la antropología dialógica sería una eficaz herramienta para el cambio de las dinámicas de subyugación que ha azotado a las culturas no-occidentalizadas de México, encontrar una salida al proyecto nacional que sepa mediar satisfactoriamente entre el individuo que es protegido desde la constitución del pueblo mexicano y a la etnia, la cual queda relegada a favor de las individualidades.
Creemos fundamental poner sobre la mesa esta contradicción, pues es la base de las políticas de discriminación inversa que se han promulgado. Frente a las garantías individuales se erigen maneras de organización social que no se afianzan en el individuo, sino en la unidad doméstica y la comunidad.

Pero cuál sería el correcto proceder del proyecto nacional de no-discriminación; debería, tal vez, el Estado-Nación velar por las garantías individuales que no se concretan en la realidad y que, por lo tanto,  deben de ser reforzadas a partir de políticas de discriminación inversa, o por otro lado, conceder completa autonomía a los grupos étnicos que se encuentran en lo que denominamos “territorio mexicano”. Esto significaría que el Estado mexicano estaría en una encrucijada, entre responder a las políticas internacionales e implementar las estrategias internacionales o el fragmentar la supuesta unidad nacional y conceder verdadera autonomía a las etnias, obviando las garantías individuales que pudieran o no negarse a los sujetos que las integran.
La cuestión aquí es lograr que desde la multietnicidad se pueda plantear un proyecto de no-discriminación real. Una posibilidad que nosotros vislumbramos es la reeducación de la sociedad occidentalizada, desde la creación de un nuevo proyecto nacional que se sacuda los discursos y leyes surgidos en el período post-revolucionario, elaborar un plan que se sustente en la multietnicidad que nutre al país. Méxicos en lugar de México; abogar por un reconocimiento claro y frontal de los individuos, sin importar género, cultura, o credo. Un proyecto nacional que no tenga en miras homogenizar, sino que reconozca la heterogeneidad que alberga y, desde ahí, lograr una dinamitación de las prácticas y discursos discriminatorios que alimentan al proyecto nacional aún vigente y el actuar de un grueso de la población. Es necesario reconstruir a la diferencia desde una plataforma no-peyorativa que posibilite un diálogo entre los humanos que no esté cruzado por condiciones económicas-sociales.


Bibliografía

  • Aguirre Beltrán, Gonzalo (1991). Obra antropológica IX, Regiones de refugio: el desarrollo de la comunidad y el proceso dominical en mestizoamérica. México: Fondo de Cultura Económica.
  • Bonfil Batalla, Guillermo (1987). México profundo, una civilización negada. México: Grijalbo.
  • Carbonell, Miguel (2008). Igualdad y constitución. México: Cuadernos de la Igualdad-CONAPRED.
  • Gamio, Manuel (2006). Forjando patria. México: Porrúa.
  • López Austin, Alfredo (2008). Cuerpo humano e ideología. México. UNAM.
  • Rodríguez Zepeda, Jesús (2007). ¿Qué es la discriminación y cómo combatirla? México: Cuadernos de la Igualdad-CONAPRED.
  • Pimentel, Francisco, (1864). Memorias sobre causas que han originado la situación actual de la raza indígena de México y medios para remediarla. México: imprenta de Andrade y Escalante.
  • Portal Ariosa, Ana María, Ramírez, Xóchitl, (1995). Pensamiento antropológico en México: un recorrido histórico. México: UNAM.
  • Vasconcelos, José (2007). La raza cósmica. México: Porrúa.
  • Constitución del pueblo mexicano (2010), México: Porrúa.


[1] Al respecto puede revisarse la obra de Aguirre Beltrán Regiones de refugio.
[2] Evans-Prittchard, Radcliffe-Brown, Malinowski, todos ellos entablan un dialogo con el poder, con los colonizadores