El estado necesita del cadáver
del indio para alimentar el mito
de la unidad nacional.
Bartra
En el presente ensayo se hará un
recuento de las dificultades que trae consigo la implementación de un Proyecto
nacional de no-discriminación con base en las reflexiones que se elaboran en: La raza cósmica de José Vasconcelos (1925);
México profundo de Guillermo Bonfil
Batalla (1987); Forjando patria de Manuel
Gamio (1916). Dichas obras nos ilustran sobre la configuración del proyecto
nacional que se gestó después de la revolución mexicana y que estuvo dirigido
al mestizaje/difuminamiento de la
población indígena mexicana, proyecto que aún tiene eco en la Constitución del
pueblo mexicano.
Al revisar distintos Cuadernos de la Igualdad que ha
publicado el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED) fue que supimos cuál era la finalidad de dicho organismo,
a la vez que sus estrategias de intervención. A partir de dichas lecturas y de
la reflexión que éstas suscitaron, decidimos elaborar el presente ensayo sobre
las dificultades que, percibimos, puede tener una cruzada nacional de no-
discriminación. Lo anterior cobra sentido en tanto que México se ha consolidado
con un proyecto nacional que se justificaba desde la homogenización de su
población, en otras palabras, en borrar las especificidades de las comunidades ajenas
a la cultura de raíces europeas/coloniales.
A lo largo de México profundo, Bonfil nos expone la urgencia de conjugar, de una
manera justa, las tres civilizaciones que habitan México: la indígena o
mesoamericana, la afromestiza y la occidentalizada (que surge en la colonia). Bonfil comienza por describir la cultura dominante
–occidentalizada- como una excluyente en tanto que no permite una verdadera
coexistencia a las poblaciones con culturas y cosmovisiones diferentes. Esto se
puede constatar debido a que, a lo largo de los últimos siglos, hemos visto (México
ha visto) cómo el gobierno –de cultura dominante– ha tratado de estudiar y
acoplar a los indígenas y a los descendientes afromestizos, representantes del
pasado negado, a nuestra gran maquinaria capitalista que pone por encima del
ecosistema y las comunidades a la
ganancia. El progreso por encima. Ni siquiera uno de los grandes indigenistas que ha habido en México pudo permanecer
al margen de este pensamiento: “hurgando en las características étnico-sociales
del indio se encuentran importantísimos factores que podrían coadyuvar a su
decisiva y trascendental regeneración” (2006:21), la idea del indio como ser
incompleto o en decadencia es central dentro del discurso indigenista del que
se nutre del proyecto nacional, ya sea en el sentido de atesorarlo o en el
sentido de integrarlo a la nación. El indio no aparece como sujeto de acción
desde estas posturas, siempre es el “otro”-occidentalizado el que debe velar
por los intereses del indio-sin-voz.
Uno de los grandes problemas para
poder pensar en la posibilidad de una coexistencia entre las culturas en
cuestión, es que el gobierno no es consciente de un elemento fundamental, a
saber, que los indígenas de nuestro país
mantienen una cultura con raíces mesoamericanas, y su cosmovisión lo denota. En
este sentido, cualquier proyecto que intente llevarse a cabo en territorios que ellos habitan debe de estar
articulado con las normativas fijadas por su visión del mundo. Aunque dichas
determinaciones estén legisladas, en realidad no se aplican, pues muchas de las
iniciativas que se imponen a nivel nacional no presentan ningún tipo de consenso
con las culturas de las cuales tenemos llenos los museos. Ejemplo claro de lo
anterior, es el Artículo 2° inciso B, apartado “IX.
Consultar a los pueblos indígenas en la elaboración del Plan Nacional de
Desarrollo y de los estatales y municipales, y, en su caso, incorporar las
recomendaciones y propuestas que realicen.” El hecho de que la cuestión esté
legislada, no implica que su implementación se haya objetivado, pues hay una
lista de proyectos que han fracaso en su tentativa de “incluir” al indio en el
proyecto nacional.
Las
cosas no han cambiado mucho desde la época de la revolución. Nos apropiamos de
un pasado magnifico y rendimos pleitesía a los muertos que lo forjaron, pero a
sus verdaderos herederos intentamos exterminarlos a como dé lugar, pues “afean las
calles” o “desperdician” áreas explotables (por empresas transnacionales).
Las maneras en las que el gobierno
ha intentado desposeerlos son de lo más imaginativas, tal es el caso de las
campañas de “alfabetización” castellana, las cuales tienen por objetivo
desplazar, no sólo a las lenguas maternas, sino también un conglomerado de
conocimientos y prácticas que se ven desarticulados con la intromisión del
sistema educativo nacional, el
cual pretende “educarlos”. El proceso
educativo que va de la cultura occidental a las mesoamericanas, es un proceso
cuyo contenido aparece fuera de contexto, esto es, al margen –y en oposición- de
dichas culturas. Esta condición pone en tela de juicio la verdadera utilidad de
la enseñanza en este sentido unilateral.
Desde estas pequeñas prácticas se
trata de imponer la cultura dominante en un proceso de aculturación;
ésa siempre ha sido su finalidad: tratar de borrarlos cultural y
fenotípicamente:
Para conseguir la transformación
de los indios lo lograremos con la inmigración europea, cosa también que tiene
dificultades que vencer; pero definitivamente menores que la civilización de la
raza indígena. (...) la raza mixta sería una raza de transición; después de
poco tiempo todos llegarían a ser blancos. (...) por otra parte no es cierto
que los mestizos hereden los vicios de las dos razas, si no es cuando son mal
educados; pero cuando tienen buena educación sucede lo contrario, es decir,
heredan las virtudes de las dos razas. (Pimentel, 1864: 234).
Hasta
1940 la solución al “problema indio” seguía siendo el mestizaje, pues con ello
sería posible desaparecer los rasgos característicos: blanquear al país, como
si de esa manera borraran su pasado. Así, “la presencia rotunda e inevitable de
nuestra ascendencia india es un espejo en el que no queremos mirarnos.” (Bonfil,
1987: 43). Pero los pueblos con culturas no-occidentales se resisten, saben lo
que está de por medio, y por eso abandonan los sitios en los que sus ancestros
habitaron durante tanto tiempo al margen de los maltratos coloniales y se
desplazaron a lugares más remotos, e incluso, más estériles (en “regiones de
refugio”[1]),
donde el ecosistema sólo les da lo mínimo para subsistir.
El contacto impuso una coyuntura colonial
sobre los pueblos indios. Los recolectores y agrícolas de cultura simple
perecieron, por regla general, al quedar sometidos a dominio; en el caso de los
recolectores, ni siquiera fueron buenos para esclavos; en el de los
agricultores tropicales, tampoco pudieron resistir el trabajo servil de las
plantaciones. La tecnología simple de que ambos disponían, tan especializada en
su adaptación a un determinado hábitat, les impidió acomodarse, en situaciones
de subordinación, a una cultura distinta que los consideraba como recursos
humanos explotables. (…) El imperialismo nativo, si lo hubo, fundado en el
tributo de bienes y personas, que respetaban las técnicas productivas de los
pueblos sometidos y se satisfacía con el usufructo de excedentes muy limitados,
difería diametralmente del imperialismo colonial que irrumpía agresivamente en
las culturas de los pueblos dominados y trastornaba, aun sin proponérselo
deliberadamente, el precario ajuste al medio hostil conseguido al través de
pruebas y ensayos realizados durante milenios. (Aguirre, 1991:137)
El choque de culturas con
cosmovisiones tan diferentes exige un reacomodo de la identidad, pues por medio del “otro” elaboramos el “yo” y nos
identificamos (en un “nosotros”). En los períodos de la conquista y la colonia,
por medio del “otro”, los colonizadores
intentaron ratificar su dominio, su verdad, sus modelos estructurales, sin
tomar nunca en cuenta la estructura social de
los habitantes del territorio al que estaban arribando. Esto trajo consigo un
grave problema para los nativos del lugar, pues tenían una forma propia de concebir
el mundo, y los españoles vinieron e impusieron su visión, sus leyes. Este tipo
de procesos no sólo se observó en México, sino en casi todas las colonias, pues
las cultura dominante (a la que pertenecemos en la actualidad), intenta
exterminar lo diferente. Podemos rastrear este tipo de discurso en el gran
ideólogo del proyecto nacional mexicano, a saber, José Vasconcelos: “Una religión como la cristiana hizo avanzar a
los indios americanos, en pocas centurias, desde el canibalismo hasta la
relativa civilización” (2007:XVII). Los indios americanos y los pueblos de
África han sido siempre comparados con los occidentalizados desde los
parámetros de la “carencia”, siempre desde el menosprecio por lo que es diferente, siempre con el lema
de la “unificación”, una unificación bajo la ley y poderío (occidental): borrar
la multiplicidad:
A mediados del siglo XIX los
conceptos de nacionalismo e indigenismo se separan claramente. El nacionalismo
adoptó una plataforma liberal emanada del industrialismo del individualismo y
de una visión elitista de la sociedad, lo cual, poco a poco, fue llevando a un
pronunciamiento abierto en contra del indio vivo por considerarlo un peligro
para la armonía nacional; la diferencia aparece como algo amenazante. El
destino manifiesto era la extinción del indio en aras de una homogenización
necesaria para construir una nacionalidad fuerte y consolidada. (Portal, 1995:
51-52).
Esto
es, el indio como el chivo expiatorio en la consolidación del Estado mexicano. Por
eso, hoy no se puede hablar de integración a sabiendas de eso que la cultura
dominante trata de hacer, pues sería condenar a los no-occidentalizados a la
desaparición: “el indio no tiene otra puerta hacia el porvenir que la puerta de
la cultura moderna, ni otro camino que el camino ya desbrozado de la
civilización latina” (Vasconcelos, 2007:13). Estas fueron las ideas que
nutrieron al proyecto nacional mexicano; sobre la base del “progreso” a toda
costa, del avance, se podía sacrificar el pasado y, por ende, a las personas
que representaban ese pasado, ese “primitivismo” del que México había salido al
tener contacto con los españoles.
Así, en la actualidad es evidente la imposibilidad
de conjugar la multiplicidad de culturas que se desarrollan sobre el territorio
que denominamos “México” y, a la vez, intentar mantener lo que son, puesto que
casi todas las maneras de vivenciar
estas culturas se enraízan en lógicas y razonamientos diferentes. Las formas de
interactuar más elementales se asientan en distintos ejes, aquí un ejemplo:
La orientación de la
producción hacia la autosuficiencia es congruente con la economía de prestigio:
ambas tienden a igualar los niveles materiales de vida y obstaculizan la
gestación de diferencias de riqueza. Los lazos de solidaridad familiar y
vecinal, basados en la reciprocidad, actúan en un mismo sentido; igual sucede
con los mecanismos para adquirir autoridad. La propiedad comunal y las
limitaciones que se imponen a la propiedad privada de la tierra, son coherentes
con todo lo anterior. La imagen que se perfila es la de una sociedad que
procura bastarse a sí misma a partir del aprovechamiento diversificado de todos
los recursos que están a su alcance y bajo su control. (...) una sociedad en la
que la plena realización individual se alcanza mediante el servicio a la
comunidad, que se recompensa con prestigio y autoridad. (Bonfil, 1987: 69).
En
contraste con la sociedad dominante -la cual es
neoliberal y se interesa por el comercio externo, la acumulación de riqueza, la
propiedad privada y ante todo la ganancia-, donde la idea de comunidad no tiene
cabida, por ser contraria al individualismo imperante en nuestras sociedades
“modernas”.
Y las diferencias se extienden al
aspecto más representativo de un grupo humano: su unidad doméstica, en la que
podemos observar la configuración de la comunidad desde la práctica cotidiana,
desde el seno de su reproducción, las instituciones sociales, los sistemas
simbólicos, la articulación de la memoria colectiva:
El núcleo familiar, ocupante
del espacio doméstico, es el ámbito más sólido para reproducir la cultura
propia de los pueblos indios. La mujer desempeña en ello un papel fundamental:
a ella corresponde la crianza de los niños y la transmisión a las hijas de
todos los elementos culturales que les permitirán su desempeño adecuado dentro
del grupo; ella es, en gran medida, el eslabón principal para la continuidad
del idioma propio, y la depositaria de normas y valores que son sustanciales en
términos de la matriz cultural mesoamericana. Su papel es reconocido social y
familiarmente: en las comunidades que conservan un ámbito mayor de cultura
propia, la mujer participa más activamente y en pie de igualdad con el hombre,
no sólo en los asuntos domésticos sino también en las decisiones que afectan a
la comunidad. (Bonfil, 1987: 59)
La
comunidad como la entidad a reproducirse, a perdurarse, no los individuos en su
especificidad. La cultura se asimila desde el seno materno, sin la intervención
de instituciones como “la escuela”,
mientras que en la sociedad occidental el seno familiar se complementa con la
institución escolar en el proceso de asimilación cultural. Cabe señalar que,
aunque la cita habla de una supuesta igualdad entre hombres y mujeres en las
comunidades indígenas, esto puede ser muy cuestionado. Bonfil habla desde una
idealización de las culturas con raíces mesoamericanas, una proyección del “qué
debería ser”. Como ejemplo de ello podemos traer a colación las dificultades
que algunas mujeres tienen para acceder a servicio médicos sin el
consentimiento de sus familiares masculinos. Tal vez sea más acertado decir que
a las mujeres se les considera, al igual que a los hombres, fundamentales para
la conservación de su cultura. Con ello, las relaciones familiares son
diferentes así como sus valoraciones. En este sentido, integrar los dos sistemas de asimilación
cultural implicaría la desarticulación de las comunidades étnicas, pues su
cosmovisión se reproduce y se resignifica desde la unidad doméstica, desde la
práctica cotidiana que le permite circular en la red de significados sociales.
Aunque podemos notar en algunas
comunidades, a lo largo y ancho del país, la manera en que se conjugó la cultura mesoamericana con
algunas deidades del catolicismo para poder sobrevivir a la colonización
(sincretismo), estas comunidades fueron absorbidas por la estructura social
dominante y son las que se adaptan a todos los requisitos legislados por la
Constitución del pueblo mexicano. Es por ello que tienen: presidentes municipales,
oficinas administrativas, escuelas primarias, iglesias, funcionarios, pues esta
estructura está estipulada en el Artículo 2° inciso A, apartado “VII. Elegir,
en los municipios con población indígena, representantes ante los
ayuntamientos. Las constituciones y leyes de las entidades federativas
reconocerán y regularán estos derechos en los municipios, con el propósito de
fortalecer la participación y representación política de conformidad con sus
tradiciones y normas internas”. El Estado reconoce autonomía a las comunidades
étnicas pero, a la vez, les exige que se adapten a los reglamentos y a los
estatutos de los municipios en los que se albergan. Se cree que los grupos
étnicos están en territorio nacional y no que México se ha instalado sobre el territorio
de distintos grupos étnicos que colindan: Artículo 2° inciso A
Esta Constitución reconoce y garantiza el
derecho de los pueblos y las comunidades indígenas a la libre determinación y,
en consecuencia, a la autonomía para:
I.
Decidir sus formas internas de convivencia y
organización social, económica, política y cultural.
II.
Aplicar sus propios sistemas normativos en la
regulación y solución de sus conflictos internos, sujetándose a los principios
generales de esta Constitución, respetando las garantías individuales, los
derechos humanos y, de manera relevante, la dignidad e integridad de las
mujeres. La ley establecerá los casos y procedimientos de validación por jueces
o tribunales correspondientes.
Según estos apartados, a los pueblos
indígenas se les reconoce autonomía, pero a la vez este reconocimiento de
autonomía debe ir ligado a una serie de estatutos que deben cumplir, es decir, una
creación de puentes entre la comunidad y las autoridades municipales. Esta autonomía
es un mito, pues ésta siempre va a estar referenciada y avalada por el
gobierno. La tenencia de la tierra, así como lo que se denomina “usos y
costumbres” no pueden contradecir los estipulado por la Constitución, entonces,
¿dónde está la autonomía?
Tal vez la autonomía se atesore en las
prácticas cotidianas, tal vez no. Las culturas indígenas siguen guiándose por
percepciones, mayormente, mesoamericanas, ellos son portadores de conocimientos
milenarios, pero han sufrido cambios; tuvieron que adaptarse para seguir
existiendo, y ¿qué pasa con los que se han resistido durante más de 500 años?
Tenemos casos ejemplares de comunidades
que prefirieron internarse en territorios hostiles con tal de no sacrificar su cosmovisión, con tal de no
someterse ante extraños que exigían pleitesía por existir y dejarlos existir, esos,
los que no han desistido son a los que en la actualidad quieren incorporar al
entretejido social dominante, ya sea como mera atracción turística o como
explotadores de algún recurso que tengan cerca.
Hoy debemos tomar nuevas medidas: el
punto sin retorno. El proyecto civilizatorio que se ha llevado a cabo durante
varios siglos –aun el que propone Bonfil Batalla– es hipócrita. ¿Por qué un proyecto
civilizatorio si son civilizaciones ya formadas?, diferentes, pero formadas.
Además, un proyecto sería para tratar de conjugarlas lo cual es, como sabemos (a diferencia de los que se creía
anteriormente), ilusorio. Por otro lado, la cultura dominante (por algo es
dominante) es violenta, arrasa y extermina todo a su paso; por ello, ¿cómo
conjugar las cosmovisiones de todos los que habitan en estas culturas, sobre todo si son
cosmovisiones prácticamente excluyentes?, sin embargo ese era el debate que
proponía Bonfil Batalla en México
profundo; un proyecto civilizatorio que ponderara la coexistencia
armoniosamente de los tres troncos culturales que conformaban a México, con la
antropología indigenista como brújula de este nuevo proyecto. Fortalecer a
México desde su multiculturalismo.
En la
actualidad es ilógico defender un proyecto de esta magnitud, tal vez porque no
tenemos razones para creer que algo así es posible, mucho menos en tiempos de
Globalización, donde la idea de un proyecto civilizador ya no tiene razón de
ser. Las políticas internacionales, con las cuales se calibra el desarrollo de
las naciones, se han colocado como eje en las dinámicas de las comunidades
no-occidentalizadas y el gobierno. La opción de rehusarse a la dinámica del
mercado global no está sobre la mesa. El progreso no se cuestiona, pero debería
hacerse.
Hoy la antropología debe tener una
connotación de implicación, debe jugar un papel activo en la toma de decisiones,
debe velar por el bienestar de los pueblos que han sido golpeados a lo largo de
los siglos por proyectos de nación mercantilistas, y no contribuir con el
exterminio de nuestro pasado. La antropología surgió como una herramienta del
poder, se valió de ella para llevar a cabo el desarrollo de estrategias colonialistas[2].
Es preciso, pues, que la antropología rompa con esa relación, debe dejar de
trabajar en pro de proyectos
unificadores- exterminadores. Debe haber un compromiso, un dialogo no
con el gobierno y con el mercantilismo, sino con los sujetos involucrados, esto
es, construir una antropología dialógica; un proyecto en pro de los intereses de los sujetos y de las comunidades
afectadas.
Las cosmovisiones con las que viven
los pueblos indígenas hacen ilógica la cultura occidentalizada, y de igual
manera, la cultura indígena es ilógica ante los occidentalizados; y debemos
aceptar esto. Por tanto, ser indigenista hoy en día debe ir más allá del simple
hecho de querer estudiarlos y “comprenderlos”. Antes se trataba de acoplarlos a
la vida nacional de una manera activa (cosa tan poco factible como válida), en
cambio, hoy en día, ser indigenista debe tener como base el respeto por el otro,
verlo como igual; y de la misma manera aceptar el hecho de que nuestra forma de
vivir no es la única, debemos ser conscientes que en ocasiones, alejarse es la mayor ayuda.
Finalmente, ¿en qué podría aportar
esta “forma” de hacer antropología a un proyecto nacional de no-discriminación?
Consideramos que la antropología dialógica sería una eficaz herramienta para el
cambio de las dinámicas de subyugación que ha azotado a las culturas
no-occidentalizadas de México, encontrar una salida al proyecto nacional que
sepa mediar satisfactoriamente entre el individuo que es protegido desde la
constitución del pueblo mexicano y a la etnia, la cual queda relegada a favor
de las individualidades.
Creemos fundamental poner sobre la
mesa esta contradicción, pues es la base de las políticas de discriminación
inversa que se han promulgado. Frente a las garantías individuales se erigen
maneras de organización social que no se afianzan en el individuo, sino en la
unidad doméstica y la comunidad.
Pero cuál sería el correcto proceder
del proyecto nacional de no-discriminación; debería, tal vez, el Estado-Nación
velar por las garantías individuales que no se concretan en la realidad y que,
por lo tanto, deben de ser reforzadas a
partir de políticas de discriminación inversa, o por otro lado, conceder completa
autonomía a los grupos étnicos que se encuentran en lo que denominamos
“territorio mexicano”. Esto significaría que el Estado mexicano estaría en una
encrucijada, entre responder a las políticas internacionales e implementar las
estrategias internacionales o el fragmentar la supuesta unidad nacional y
conceder verdadera autonomía a las etnias, obviando las garantías individuales
que pudieran o no negarse a los sujetos que las integran.
La cuestión aquí es lograr que desde
la multietnicidad se pueda plantear un proyecto de no-discriminación real. Una
posibilidad que nosotros vislumbramos es la reeducación de la sociedad
occidentalizada, desde la creación de un nuevo proyecto nacional que se sacuda
los discursos y leyes surgidos en el período post-revolucionario, elaborar un
plan que se sustente en la multietnicidad que nutre al país. Méxicos en lugar
de México; abogar por un reconocimiento claro y frontal de los individuos, sin
importar género, cultura, o credo. Un proyecto nacional que no tenga en miras
homogenizar, sino que reconozca la heterogeneidad que alberga y, desde ahí,
lograr una dinamitación de las
prácticas y discursos discriminatorios que alimentan al proyecto nacional aún
vigente y el actuar de un grueso de la población. Es necesario reconstruir a la
diferencia desde una plataforma no-peyorativa que posibilite un diálogo entre
los humanos que no esté cruzado por condiciones económicas-sociales.
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